Eran días turbulentos para las gentes de
Sinarold. El invierno no sólo se presentaba frío y amenazaba con hambruna, sino
que además se añadía el peligro que venía desde el sur, puesto que el Imperio
había roto el antiguo tratado de paz que se firmó durante la última guerra.
Pronto las huestes de Mulkrod se abalanzarían sobre ellos como una plaga sobre
las cosechas. La guerra llamaba a sus puertas. El miedo se había convertido en
un verdadero sin vivir para todos. Ahora, al contar con pocos aliados y aún menos
fuerza, con el Imperio preparándose a conciencia con todos los recursos de los
que disponía, la amenaza sobre el norte era mucho mayor que en los tiempos
pasados. Sólo Vanion parecía responder a la llamada de socorro de Sinarold;
sólo Vanion parecía dispuesta a ayudar, pero ésta era insuficiente.
El pequeño ejército que
venía en auxilio de la acorralada Sinarold desembarcó en el puerto de la
capital, Vendram, en un día triste y nublado. Aquello era un claro anticipo de
lo que les esperaba a los recién llegados en aquella fría tierra. Fueron
recibidos por la población de la ciudad con gritos de júbilo. La llegada de
refuerzos animaba sus corazones. No estaban solos; todavía tenían un aliado en
occidente. Les recibían como si fueran héroes salvadores. A pesar del escaso
número de soldados que desembarcaban, apenas tres mil hombres, veían con
esperanzas la llegada de un ejército amigo.
Uno de aquellos soldados era
Malliourn, un oficial ya veterano tras sus años de servicio en el ejército, a
pesar de no llegar a los treinta. Acababa de bajar de su barco junto a su
regimiento. Todos estaban cansados, sucios y apestaban; llevaban demasiado
tiempo en las entrañas de aquellos barcos; deseaban pisar tierra firme y
olvidarse del sube y baja constante del barco, de las olas golpeando su casco,
del incómodo viento soplando con fuerza y llenando las velas de aire, de la
humedad y, sobre todo, de la enorme masa de agua que siempre les rodeaba. En
aquella fría mañana de primeros de diciembre, el viento soplaba con fuerza y
las nubes grises amenazaban con tormenta. Pronto verían que todas las mañanas
serían como las de ese día.
Desde muy temprana edad,
Malliourn había sido huérfano de padre y madre. Ambos fallecieron durante una
epidemia que asoló Lindium, por ello había pasado casi toda su juventud en un
orfanato a las afueras de Lasgord, aunque nunca olvidó su procedencia ni a su
familia; su nombre y apellido era lo único que le quedaba de ellos. Cuando
creció se convirtió en un muchacho alto y vigoroso que destacaba sobre los
demás huérfanos. Fueron años duros, en especial cuando llegó a la adolescencia,
pues a esa edad el orfanato usaba a los huérfanos como mano de obra barata para
así obtener un dinero fácil, pero no tardó en fugarse en busca de una vida
mejor. Acabó vagabundeando durante semanas por las calles, sin rumbo, robando y
mal viviendo, hasta que decidió hacer carrera como soldado. Probó suerte en uno
de los cuarteles de la ciudad; y allí, al ver las cualidades del muchacho, le
aceptaron de inmediato. Desde aquel día se dedicó en cuerpo y alma a
convertirse en un buen soldado. Durante años tuvo una vida monótona en los
cuarteles de la ciudad, siendo un soldado más, pero al alcanzar la mayoría de
edad estalló la guerra con los piratas de las Islas Orientales; Malliourn
participó en la campaña contra los corsarios de forma heroica, capturando
personalmente a uno de los Señores de la Piratería en Buchar. A su regreso,
participó en el desfile por la victoria y fue ascendido a capitán, además de
recibir un generoso donativo. Continuó en las filas del ejército sin participar
en ninguna acción puntual, hasta que leyó un panfleto en el que pedían
voluntarios dentro del ejército para acudir en ayuda del Reino de Sinarold;
para ello se había creado una unidad especial de infantería. Sin dudarlo,
Malliourn acudió a la llamada, pero no fue el único, la mayor parte de los
miembros de su unidad siguieron a su capitán y se alistaron; entre ellos estaba
su segundo al mando, Darm, que se alistó con él. Ambos se conocieron durante la
guerra contra los piratas, luchando juntos durante el asedio de Buchar. Desde
entonces se habían hecho buenos amigos.
La pequeña flota de barcos
reunida en Blier partió con los tres mil voluntarios que acudían con optimismo
y con la esperanza de salvar a Sinarold de las garras del Imperio. Hicieron un
alto en las Islas Orientales, donde llenaron los toneles de agua dulce y
partieron en un viaje sin más escalas hasta Sinarold. La expedición, que se
realizó circunnavegando las costas de las provincias imperiales de Tancor y de
Sinarold del Oeste, en manos de Sharpast desde hacía más de cien años, fue
larga y tediosa. Oficialmente Vanion no estaba en guerra con Sharpast, pero no
convenía que hicieran escalas en ningún puerto imperial, donde podían ser saboteados
o incluso aniquilados. Un mes y cuatro días después de dejar las Islas
Orientales, llegaron a la Isla de Taxos, que pertenecía a Sinarold; allí
pudieron reabastecerse para poder seguir hasta Vendram, a donde llegaron unos
días después. Ahora estaban ya en su destino, listos para ayudar a un reino
amigo y aliado del inminente ataque imperial.
Los ciudadanos de la capital
de Sinarold veían desfilar por las calles a los extranjeros que venían en su
auxilio. Poco a poco se fueron dando cuenta del escaso número de refuerzos que
formaba el ejército aliado; muchos de ellos, al ver que eran demasiado pocos,
se sintieron decepcionados y desesperanzados. No obstante, toda ayuda era bien
recibida para el desmoralizado Reino de Sinarold. La bienvenida fue calurosa,
pero Malliourn nunca había sentido tanto frío. Allí, en el norte, el tiempo era
muy diferente al que conocía; en su tierra también hacía frío en aquella época
del año, pero en Sinarold el invierno era mucho más intenso. Por suerte, ya les
habían advertido e iban bien preparados con gruesas ropas de abrigo hechas con
pieles, algodón y lana. El tiempo gélido se podía soportar, pero el viento era
lo peor, lo que hacía que el frío se impregnara en la carne y lo sintieran
hasta en los huesos. Y como si eso no fuera suficiente, estaba también la
lluvia, la nieve y el granizo continuo.
—Estamos
buenos —dijo
Darm—.
No sólo vamos a tener que luchar contra los imperiales, sino también contra
este condenado tiempo.
—Te
acostumbrarás —le
dijo Malliourn, intentando no sentirse abrumado.
—En
mala hora se nos ocurrió alistarnos como voluntarios —dijo
Darm riendo—.
Al menos las mujeres de aquí son guapas y se alegran de vernos. Seguro que por
las noches son muy agradecidas.
—Olvídate
de eso, hemos venido aquí a luchar, no a fornicar con extrañas.
—Cierto,
aunque no estaría de más que alguna nos calentara la cama por las noches. Ya
sabes a lo que me refiero.
Malliourn sonrió ante el
comentario de su amigo.
—Me
temo que no tendremos mucho tiempo para disfrutar de los placeres carnales.
Venga, sigamos; nos estamos quedando atrás.
Los hombres del ejército de
voluntarios terminaron de desfilar por las calles de Vendram y se dirigieron al
palacio real, donde el rey de Sinarold y las autoridades locales dieron la
bienvenida al ejército y a sus oficiales. Tras los oportunos saludos el rey
invitó a los principales oficiales de Vanion a asistir a un austero banquete en
el salón principal; éstos aceptaron gustosamente. Malliourn, en calidad de
oficial, pudo haber asistido, pero prefirió quedarse con sus hombres y
dirigirse directamente hacia los cuarteles que les habían asignado y que, en
aquellos momentos, estaban prácticamente vacíos ya que el grueso de las tropas
de Sinarold se hallaban congregadas en la frontera, junto al Gran Muro. Allí pudieron calentarse y
después lavarse por primera vez desde hacía semanas. Malliourn se afeitó en
condiciones, quitándose las largas barbas negras que había llevado durante el
viaje, y se dio un buen baño caliente. Después de eso era otro hombre. Tomaron
también un buen guiso de carne y descansaron en cómodos colchones de paja.
Al día siguiente dejaron la
ciudad, marchando lentamente hacia el sur. La mayor parte de ellos lo hacía a
pie, incluso los oficiales. Los únicos caballos que disponían eran para los
pocos exploradores y enlaces que traían consigo, además de un puñado de bueyes
y mulas de carga que se encargaban de llevar las provisiones y todo el bagaje.
Viajaban por las mañanas y descansaban por las noches en pequeños campamentos
improvisados y desprovistos de cualquier tipo de defensa; no las necesitaban,
no mientras estuvieran al norte del Gran
Muro. Podían dormir tranquilos. El Gran Muro era una fortificación de grandes dimensiones, una
muralla que protegía al Reino de Sinarold del Este y que se extendía a cientos
de kilómetros de este a oeste, hasta llegar a la costa. La construcción la
inició Rando el Glotón en un intento de salvar una parte de su reino de las
garras de Sharpast, y fue terminada por su hijo, Fenrig el Bravo, que logró
contener a las fuerzas de Sharpast gracias a la nueva muralla, pero nada pudo
hacer por salvar la parte suroeste del Reino de Sinarold, que cayó en manos del
Imperio, pero de eso ya hacía varios siglos. Los restos del Reino de Sinarold
eran ya sólo una pequeña península al norte del poderoso Imperio de Sharpast.
La única razón por la cual,
el reino había sobrevivido tanto tiempo, era gracias a la formidable
fortificación que les había preservado de los intentos de invasión durante más
de doscientos años, pero en aquellos momentos Sinarold volvía a estar en
peligro. Mulkrod reunía sus ejércitos para lograr lo que sus antepasados no
habían conseguido: conquistar el noreste de Sinarold.
Tras varios días de marcha,
las fuerzas de Vanion llegaron a la gigantesca muralla que atravesaba todo el
reino; allí se unieron a las fuerzas de Sinarold que estaban congregadas en la
zona. No eran muchos; la mayor parte del ejército estaba distribuido en
pequeños fuertes a lo largo de la muralla.
Los soldados de Vanion nunca
habían visto una construcción defensiva de semejante magnitud. Sus ojos no
podían ver toda la longitud de la gran muralla, pero era suficiente para
comprender la grandiosidad de aquella estructura. La muralla era la última
protección del Reino de Sinarold contra las enormes huestes de Sharpast. Si
querían ganar la guerra tenían que mantenerse firmes y no ceder una pizca de
terreno, pues si las fuerzas enemigas lograban pasar podía darse el reino por
perdido. Malliourn lo sabía, pero no estaba dispuesto a permitir que el
codicioso emperador se adueñara de aquella tierra libre; por esa razón se había
alistado en el ejército de voluntarios; por eso estaba tan al norte, lejos de
su patria.
Para ayudar en la defensa
del reino les asignaron la parte más central del sector oeste del Gran Muro. Los tres mil hombres que
formaban el ejército expedicionario de Vanion fueron distribuidos a lo largo de
ese tramo de muralla, siendo desperdigados en torno a pequeñas fortificaciones
donde todos los hombres tenían un techo donde pasar la noche sin congelarse a
la intemperie.
—Quizá
si podamos salvar Sinarold —dijo Darm al examinar detenidamente las
defensas de su sector en el Gran Muro.
—Nos
vendrían bien unos cuantos millares de hombres más —dijo
Malliourn—.
El Gran Muro es tan extenso que
no podemos defenderlo todo con garantías. El ejército de Sinarold es reducido y
nuestra ayuda puede ser insuficiente.
—Aguantaremos
—dijo
Darm, convencido—.
Sharpast fracasará en su intento de conquistar esta parte de Sinarold una vez
más.
Malliourn no lo veía tan
claro; era consciente de que si les atacaban con fuerza y por varios puntos a
la vez, les avasallarían a menos que les enviaran refuerzos, y eso era algo
poco probable.
—Espero
que estés en lo cierto. Ven, organicemos los turnos de guardia de nuestro
sector.
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