EL CONCILIO DE LOS MAGOS
Año 1586 del Cómputo lindoniano, finales de noviembre
Año 1586 del Cómputo lindoniano, finales de noviembre
Una vez más los cuernos de la guerra
volvían a tronar en el Imperio. La frágil paz que había reinado en las tierras
de Veranion desde la última guerra en el norte estaba a punto de romperse. Tras
la muerte de Methren III, el nuevo y recién coronado Emperador de Sharpast,
Mulkrod, ambicionaba conquistar el último de los reinos libres siguiendo con la
política expansionista de sus antepasados, que habían creado un imperio a costa
de los ya exiguos reinos de Veranion. Ahora era el turno de Mulkrod, que
comenzaba a reunir a sus huestes para la última campaña contra el único reino
libre. Un ejército de colosales proporciones, el mayor reunido desde los
inicios de la Conquista, se preparaba para hacerse con el control de Sinarold
del Este. Mulkrod pretendía llevar al Imperio a su apogeo y pasar a formar
parte de la numerosa lista de emperadores que habían anexionado con éxito
nuevos territorios, alcanzando la gloria terrenal. Sin embargo, Mulkrod
aspiraba aún a más; su verdadera meta era convertirse en el emperador más
grande de toda la dinastía, superando a Sharpast I, el primero de los Omercan y
el creador de un imperio que desde sus inicios llevaba su propio nombre,
Sharpast.
Sinarold del Este, el único
reino de oriente que había resistido al Imperio durante los últimos doscientos
años, vivía ahora al borde del abismo, sintiendo las fauces de una bestia que
siempre había estado al acecho, pero que ahora, rejuvenecida y hambrienta,
salía de su escondrijo para atacar con ferocidad.
Mientras tanto, al otro lado
del mar, los tres reinos occidentales de Lindium debatían su posible
intervención en la guerra para salvar a Sinarold, como antaño hicieron, pero
muchas cosas habían cambiado desde entonces; pocos estaban dispuestos a luchar contra
un Imperio cada vez más poderoso y con un nuevo y joven emperador que no
escatimaba recursos, y que estaba dispuesto a todo para conseguir la victoria.
Al mismo tiempo, en esas mismas tierras, un pequeño grupo de magos se reunía
para intentar unificar a los reinos de occidente y lograr detener la amenaza
que se extendía desde oriente.
Bien entrado el otoño, al
noreste de la Isla de Lindium, el Concilio de Oncrust había sido convocado y
los magos acudían a la llamada con la premisa de afrontar los grandes problemas
que se sucedían en el este; asuntos urgentes debían debatirse y tratarse. Uno
de esos magos, Arnust, cabalgaba con presteza junto a su aprendiz por las
laderas del Valle de Oncrust, pasados ya los Montes Ancestrales.
—¡Date
prisa, Halon! —le dijo
Arnust a su aprendiz—. No debemos llegar tarde.
—Iría
más deprisa, pero mi caballo no puede dar más de sí, está agotado —dijo
Halon—.
Deberíamos descansar.
—No
descansaremos hasta llegar a Oncrust. Es de vital importancia que lleguemos a
tiempo —dijo
Arnust sin detenerse.
Continuaron cabalgando pese
al agotamiento de los caballos, hasta que avistaron la Torre de Oncrust, que
era la sede de los magos de occidente desde tiempos inmemoriales y la escuela
más importante de hechicería de todo Lindium. Aquél era el lugar donde los
magos de la Orden habían sido convocados tras las alarmantes nuevas que venían
del este.
La Torre de Oncrust fue
construida con piedras de las canteras del Pedregal y de Heraclion en un momento en el que la Orden de
Oncrust era poderosa e influyente, pero en los tiempos que corrían, la Orden
había perdido gran parte de su antiguo poder. El recinto de la torre albergaba
las estancias de los magos y aprendices, las aulas de instrucción, la
biblioteca, el comedor, las cocinas, los establos y, a su alrededor, los
jardines. Los aprendices, que eran instruidos en las artes de la magia y en el
cultivo de la mente, eran pocos; la Orden estaba muy debilitada respecto a los
tiempos antiguos, además de que cada vez había menos jóvenes con poderes
mágicos que acudían a Oncrust para adiestrarse. La magia había perdido gran
parte de su fuerza. Ahora su poder se limitaba únicamente a la Isla de Lindium,
lo que impedía que los jóvenes con talento mágico de las Tierras de Veranion
pudieran ser adiestrados en Oncrust, desaprovechando su talento. A pesar del
limitado poder de los magos de occidente, todavía había fuerza suficiente en
ellos para intentar frenar a la amenaza que se propagaba desde el este y tratar
de desafiar a la orden que secundaba al Imperio, Zurst, la comunidad de magia
más poderosa del oriente, con la que Oncrust rivalizaba desde la caída de los
Grandes Magos en la Guerra de los Dragones, a inicios de la Conquista.
Halon bajó de su caballo
observándolo todo a su paso, viendo el hermoso entorno que le rodeaba. Al igual
que la primera vez que vio Oncrust, sus ojos volvieron a quedar maravillados
por los hermosos jardines y fuentes que rodeaban a la increíble estructura que
se alzaba por encima de él; todo ello con la cercana vista de los Montes
Ancestrales a su espalda. Los recuerdos de antaño regresaron a su cabeza.
Parecía que fuera ayer cuando, siendo un niño, entró por primera vez en las
puertas de la torre para iniciar su adiestramiento. Había tenido que dejar sus
muros tres años atrás para acompañar a Arnust en las misiones que la Orden le
asignaba, al tiempo que iba adquiriendo los conocimientos que éste le fue
transmitiendo. En ese tiempo viajaron por toda la Isla de Lindium, pero también
al otro lado del mar, cumpliendo los mandatos de la Orden, yendo a los lugares
más recónditos a los que sólo los mercaderes y algunos aventureros y viajeros
intrépidos iban. Las tierras del oriente eran mucho más vastas que las de
occidente, y ofrecían una gran variedad de productos a los mercaderes,
permitiendo conocer lugares idílicos. No obstante, en aquel momento, el
comercio entre oriente y occidente se encontraba cortado. Aquello se debía a la
nueva postura del emperador de Sharpast, que no quería que los occidentales se
enriquecieran con las ricas materias primas que ofrecía su inmenso territorio,
algo que estaba relacionado con lo que se iba a debatir durante el concilio de
los magos.
—¿Qué
crees que se decidirá hoy? —preguntó Halon a su maestro.
—Es
difícil saberlo —dijo
Arnust—.
Muchos de los magos del Consejo prefieren mirar para otro lado con respecto al
belicismo de Sharpast; temen que los ojos del Imperio se fijen en nosotros y
nos destruyan. Creen que si dejamos en paz al Imperio ellos no nos molestarán.
Por suerte, todavía hay quienes no temen a Sharpast y están dispuestos a
impedir que siga expandiéndose, pero somos pocos. Lo que está claro es que hoy
se decidirá el futuro de nuestra orden y posiblemente el de nuestro mundo.
Halon había llegado hacía
cuatro años a la mayoría de edad, superando sin problemas la primera de las dos
pruebas que todo aprendiz de mago tenía que pasar para convertirse en un
miembro de pleno derecho de la Orden y poder optar a formar parte del Consejo
de Magos. La primera prueba la había superado fácilmente, pues ésta no era más
que unas simples demostraciones de habilidad mágica, algo que todos solían
pasar sin problemas. Un puñado de magos veteranos supervisaba el evento y daban
su veredicto tras la exhibición. Tras lograr pasar la primera prueba, los aprendices
abandonaban las clases de magia para ser asignados a un mago veterano que,
gracias a su experiencia, ayudaría al aprendiz que le fuera asignado a
completar su adiestramiento para poder pasar la segunda y última prueba, tras
la cual formarían parte de los magos de Oncrust, entregándoseles una vara
mágica propia. Pero Halon era joven y todavía no se planteaba intentar pasar la
prueba; prefería seguir aprendiendo de su maestro, pues Arnust era uno de los
magos más prestigiosos de la Orden. No había nadie mejor que él para enseñarle
y así afrontar con mayor garantía de éxito la última prueba.
Arnust, tras bajarse de su
caballo junto a las escaleras de la entrada de la torre, no se detuvo a admirar
Oncrust como él, y fue directo al grano.
—Ve
al establo y deja los caballos —le ordenó Arnust a Halon—.
Asegúrate de que les den de comer. Es posible que tengamos que irnos pronto,
así que consigue provisiones para el camino.
‹‹Me
lo temía —pensó
Halon, disgustado—.
Siempre con las prisas.››
—¿Acabamos
de llegar y ya tenemos que irnos? —preguntó Halon.
—Lo
siento, sé que te hubiera gustado quedarte un tiempo, pero no hay alternativa.
Corren tiempos difíciles y tenemos trabajo.
—Bien,
maestro —le
contestó Halon, sin mostrar su contrariedad—. Ahora me encargo de ello.
Sin decir ninguna palabra
más, Arnust subió las escaleras que llevaban a la torre, perdiéndose tras la
puerta que daba al vestíbulo.
Arnust era un hombre mayor
que superaba el centenar de años, pero al igual que los demás magos, gozaba de
espléndida salud; aún era fuerte, alto, ágil y habilidoso con las armas; su
pelo, antes oscuro, se había aclarado con los años; tenía nariz aguileña, ojos
marrones y una barba poblada y canosa, aunque se la recortaba a menudo. Su
rostro era afable y transmitía confianza. A pesar de su avanzada edad, no
aparentaba ni mucho menos el aspecto de un anciano. Los magos, gracias a sus
conocimientos de la magia, envejecían más lentamente que los demás humanos,
aunque ello tenía un precio, toda una vida de servicio dedicada a la Orden, con
los inconvenientes que ello conllevaba: celibato, castidad y obediencia a los
superiores. La magia era un privilegio de unos pocos, pero implicaba una serie
de deberes y obligaciones con los demás. Arnust llevaba siempre consigo una
vara de madera de cedro, algo más que un simple bastón, era la herramienta que
le permitía hacer un pleno uso de la magia, logrando una mayor efectividad en
su empleo, aunque ni él ni los demás magos dependían de una vara para hacer
magia.
Durante toda su vida Arnust
había luchado por mantener el orden, la paz y la justicia, siempre que fuera
posible, pero los tiempos estaban cambiando.
Halon, obedeciendo la orden
que le había dado su mentor, dejó los caballos en el establo, les dio de comer
pienso y les limpió con un cepillo. Mientras terminaba de acicalar a su
semental escuchó una voz familiar detrás de él:
—¡Halon,
has regresado! —dijo
la voz.
—¡Menief!
—dijo
Halon, algo sorprendido al ver a su viejo amigo y compañero en la escuela de
magia—.
No esperaba verte por aquí.
—Regresé
hace seis meses —dijo
Menief—.
También he pasado las pruebas.
—Me
alegro por ti.
—Ven. Pareces
cansado y estarás hambriento. Vamos a comer algo.
Los dos amigos subieron las
escaleras y entraron en el rellano en dirección al comedor. Por el camino se
contaron todas las peripecias de sus años anteriores. Menief estaba fascinado
de escuchar a su amigo.
—¿De
verdad has hecho todo eso? —le preguntó—.
Normalmente a los aprendices no se nos permite hasta habernos ganado la vara.
—He
tenido bastante suerte. Arnust es un buen maestro, aunque es muy exigente, y
trata de que lo aprenda todo por mí mismo, pero estoy muy contento.
—Yo
sólo he hecho viajes aburridos para buscar plantas medicinales y todo tipo de
hierbas, además de estar siempre en las bibliotecas, horas y horas. Mi maestro
siempre dice que todo lo que necesitamos está en los libros. —Menief
se calló un momento para morder una manzana y siguió hablando—. Espero
pasar pronto la segunda prueba, antes de que me convierta en una rata de
biblioteca. Pero eso es algo trivial, ¿no? Después de todo lo que está
sucediendo en el este. Nunca antes habíamos vivido nada parecido.
—Somos
jóvenes todavía; algún día tenía que suceder algo así. El Imperio es
impredecible, siempre es un peligro constante; es normal que de vez en cuando
suenen los cuernos de guerra, pero eso no significa nada, todavía; puede que la
cosa no vaya a mayores. De todos modos, nuestra orden ha vivido momentos como
éste constantemente, aunque Arnust dice que esta vez es diferente; parece que
la amenaza es mayor que de costumbre.
—¿Entonces
crees que es cierto? ¿Crees que habrá guerra?
—Es
muy posible. Arnust y yo venimos de Sinarold, allí el clima es de guerra, desde
luego. Parece ser que Sharpast atacará, aunque no hay muchas noticias en el
este. Según se dice, las embajadas de paz han fracasado.
—¿Cuándo
fue la última guerra? Veinte, treinta años. No habíamos ni nacido.
—Veinte
años, creo recordar; la Paz de Beglist se firmó en 1565, pero esta vez no creo
que ninguno de los Tres Reinos ayude
a Sinarold. Las guerras en el extranjero ya no interesan. Pero aún es pronto
para vaticinar futuros acontecimientos.
—Bueno,
de todos modos, hoy nos enteraremos de muchas más cosas cuando acabe el
concilio.
—Sí,
así es. Estoy deseando que acabe de una vez para saber qué ha decidido el
Consejo.
—Pronto
lo sabremos.
Arnust se dirigía a la sala
conciliar, el lugar donde el Consejo de Magos se reunía habitualmente. Había
regresado a Oncrust con su aprendiz el mismo día del concilio, justo a tiempo;
su última misión en Sinarold les había retrasado más de lo esperado. Había
tenido que buscar a un hijo bastardo del hermano del difunto emperador y
traerlo consigo. No sabía para qué, pero era eso lo que el Gran Maestre de la
Orden le había ordenado. Cumplieron con éxito la misión, llevando al bastardo
hasta Langard, donde se quedó a cargo de uno de los magos de la Orden en esa
ciudad, pero eso era intrascendente, al menos de momento. La reunión estaba a
punto de empezar y él estaba ya en la sala conciliar. Aquella estancia se
encontraba bajo la torre, aunque sin llegar a ser una cámara subterránea. Era
una sala circular bien iluminada por unas vidrieras a los lados por las que
pasaba la luz solar. En el centro de la sala había una gran mesa ovalada en la
que muchos de los magos que iban a asistir al concilio charlaban amigablemente.
Arnust, tras sentarse en su silla habitual, saludó a todos los magos que
estaban cerca y comenzó una breve charla con ellos; hacía años que no hablaba
con muchos de sus viejos colegas, y había muchas cosas que tratar.
A los pocos minutos apareció
un anciano con una barba mucho más larga y canosa que la de la mayoría de los
presentes. Se trataba de Blanerd el Sabio, el mago de mayor edad del Consejo y
el más docto y poderoso de los presentes; era el Gran Maestre de la decadente
Orden de Oncrust, el Líder del Concilio de Magos y Director de la Escuela de
Hechicería de Oncrust. Nada más entrar, los presentes guardaron silencio y se
pusieron de pie en señal de respeto. Blanerd se dirigió a su asiento, que se
encontraba al fondo de la estancia. El veterano maestre era mayor, pero aún se
movía con soltura y su fuerza vital estaba lejos de apagarse.
—Podéis
sentaros —dijo
Blanerd cuando llegó a su asiento.
Todos lo hicieron salvo él,
que debía iniciar la sesión.
—Hermanos,
doy comienzo el Concilio de Magos del año 1586. Como ya sabéis todos, el
problema fundamental y único del que vamos a hablar es el de la guerra en el
este. Se le da la palabra al hermano Rederest, quien ha estado presente en las
últimas reuniones de los embajadores de Lindium para debatir la belicosidad del
nuevo emperador.
Rederest, que se encontraba
muy cerca de Blanerd, era uno de los magos veteranos más jóvenes de entre los
presentes; su pelo conservaba su color natural, tanto en la cabeza como en el
rostro, y su piel se mantenía erguida. Rederest se había ganado un puesto de
importancia dentro del Consejo desde muy joven. Se levantó y comenzó a hablar:
—Amigos y miembros del Consejo de Magos
de Oncrust —dijo
alzando la voz para que todos le escucharan—. Las noticias del este son cada vez más
preocupantes; el recién coronado emperador de Sharpast, al que todos conocemos
como Mulkrod, ha cortado el comercio con los reinos de Lindium, señal
inequívoca de las intenciones del nuevo gobernante. Su imperio ha comenzado a
reunir a su gran ejército y a reagrupar a su flota. Estos sucesos sólo
significan una cosa: Mulkrod quiere invadir la pequeña península de Sinarold,
el último de los reinos libres de oriente, y pronto lo conquistará si no
hacemos algo para evitarlo.
Otro mago se levantó de su
asiento; era Kraus, un mago relativamente joven que acababa de ser aceptado en
el Consejo.
—¿Y
qué pasa con las negociaciones? Que el Imperio reúna a sus huestes no es una
novedad, no tiene por qué ser un acto de guerra. Esto se lleva repitiendo desde
hace más de un siglo; el Imperio y Sinarold llevan enfrentándose entre ellos
desde los tiempos de las primeras invasiones.
—Los
indicios son claros —insistió Rederest, para contradecir a
Kraus—.
Mulkrod quiere la guerra. Según los informes que nos llegan desde el continente
las tropas imperiales se están dirigiendo al norte; a Sinarold.
—Pero
no se puede declarar la guerra a Sharpast —le respondió Kraus como si la propuesta fuera
algo ridículo—.
Ni siquiera aunque se unieran los Tres Reinos de Lindium. Eso sólo significaría
la esclavitud o la muerte para todos. Nuestra orden sería destruida.
—¡Tiene
razón! —dijeron
varios magos mientras se levantaban de sus asientos—. ¡No
podemos luchar! ¡Hay que negociar la paz!
—¡Silencio!
—dijo
Blanerd, alzando la voz—. ¡Jamás rendiremos pleitesía a Mulkrod!
¡No mientras yo esté dirigiendo Oncrust!
—Pero,
maestro —dijo
un mago veterano llamado Urmal, cuya barba intentaba disimular la carencia de
pelo en su cabeza—,
debemos ser diplomáticos, nuestras opciones son muy escasas. Presionemos para
que se envíen más emisarios de paz. Seguro que se puede llegar a un acuerdo.
—Yo
digo que lo dejemos pasar —dijo Kraus, insistiendo—.
Dejemos en paz a Mulkrod y él no nos molestará. Creo que...
Arnust había escuchado sin
intervenir a los demás miembros del Consejo, pero no pudo soportar lo que el
joven Kraus proponía. Se puso de pie pidiendo permiso a Blanerd para
intervenir, interrumpiendo al mago que hablaba.
—Perdona
que te interrumpa, hermano —le dijo Arnust a Kraus—, pero
lo que estás proponiendo es que nos quedemos de brazos cruzados viendo cómo
destruyen y saquean Sinarold.
—Sólo
digo que no son nuestros asuntos —dijo Kraus.
—¿Y
qué crees que pasará cuando acaben con ellos? —Le dejó unos segundos para contestar,
pero, al ver que no decía nada, continuó—. Mulkrod pondrá sus ojos en Lindium;
seremos los siguientes, y entonces nos arrepentiremos de no haber intentado
detener al mal que pronto se propagará desde el este. Yo mismo he regresado de
una misión en Sinarold para informar de lo que está ocurriendo allí, y no son
buenas las noticias que traigo. El rey de Sinarold, Krahim I, está preparando
las defensas de su reino con lo que puede, pero apenas cuenta de tropas y
recursos suficientes. Su única defensa es el Gran Muro, la muralla que separa la península del Imperio de
Sharpast. Si las tropas imperiales logran atravesarlo, todo Sinarold caerá en
sus manos. Krahim me informó de lo desesperada de su situación. Necesita ayuda
urgente. No podemos abandonarlos a su suerte; tenemos que convencer a los Tres
Reinos para enfrentarse a Sharpast, como ya se hizo en el pasado.
Arnust se sentó de nuevo en
su asiento y la sala se quedó en silencio. Blanerd lo rompió segundos después.
—Me
imaginé que propondrías algo parecido —dijo Blanerd—, pero
va resultar muy difícil convencerlos; llevan demasiados años con disputas
internas. La última vez que decidieron actuar juntos contra el Imperio, aunque
no fracasaron del todo, los éxitos no fueron lo suficientemente importantes
como para que quieran que se repita, y menos al saber con qué fuerzas cuenta el
Imperio ahora.
—Lo
sé —dijo
Arnust—,
pero es mejor intentar detener a Sharpast ahora que es posible, y no esperar a
que sean ellos los que ataquen y no se pueda hacer nada. —Se
detuvo un momento para respirar—. Tengo entendido que Vanion tiene un
tratado de alianza con Sinarold; tal vez ellos si estén dispuestos a luchar.
Rederest se levantó de nuevo.
—Así
es, Vanion tiene una alianza con Sinarold desde hace años, y el reino está más
que dispuesto a cumplir con el tratado. Hace pocos meses enviaron un pequeño
contingente de tres mil soldados en su ayuda, pero parecen insuficientes. La
superioridad del enemigo es tan aplastante que Sinarold no podrá resistir.
Necesitarán toda la ayuda de los Tres
Reinos, sino no creo que puedan sobrevivir.
—¡No
hay opciones de victoria! —dijo Urmal—. ¡Han llegado noticias de que han
reunido un ejército de dragones! Contra eso no podemos luchar.
‹‹Dragones,
lo que me faltaba por oír —pensó Arnust—. Ahora
se creen todas las pantomimas que llegan desde el este. No me extraña que
nuestra orden sea cada vez más débil; son todos unos cobardes que se asustan
con cuentos de dragones.››
—¡Eso
son bobadas! —dijo
Arnust, levantando la voz—. ¡Hace muchos años que los últimos
dragones se extinguieron!
—En
efecto —dijo
Blanerd con el semblante serio—. No quiero volver a ecuchar nada de
dragones en esta sala. Todo son rumores falsos para asustar y engañar.
—Perdón,
maestro —siguió
Urmal—;
puede que me haya excedido al hablar de dragones, pero aun así no podemos hacer
nada contra el Imperio; además, la Orden de Zurst es cada vez más fuerte. Yo
propongo que nos mantengamos al margen, como ha dicho nuestro hermano Kraus;
sólo así nuestra orden sobrevivirá. Si no luchamos Sharpast nos dejará en paz y
podremos vivir tranquilos.
—Nuestra
orden fue creada para combatir la injusticia —dijo Blanerd, molesto por la actitud de
muchos hermanos—,
no para quedarnos sin hacer nada viendo cómo el Imperio nos va destruyendo poco
a poco. Lucharemos con todos nuestros medios contra Sharpast cuando sea
necesario; y no estaremos solos. Vanion irá a la guerra, es el único de los
reinos de Lindium con agallas para hacer frente a Mulkrod, pero no es
suficiente. Nuestra orden tiene el deber de conseguir que los reinos de Hanrod
y Landor se sumen también a la lucha contra el Imperio; los Tres Reinos deben
formar una nueva alianza contra Sharpast. —Blanerd echó un ojo al documento que
tenía en la mesa—.
Hay una reunión dentro de pocas semanas en Blangord; yo iré allí y trataré de
convencerlos para que luchen. Ya vencieron a Sharpast en el pasado, pueden
conseguirlo de nuevo.
—Sharpast
ya no es la de entonces —dijo Sandar, uno de los magos más viejos
de la orden—.
Ahora es mucho más fuerte; además, Mulkrod es joven y ambicioso, y no viejo y
conformista, como lo fue su padre en sus últimos años. Una guerra contra el
Imperio difícilmente se podrá ganar.
—¡Podemos
obligarlos a negociar! —dijo Rederest, que volvió a levantarse—. ¡Aún
queda fuerza en Lindium! ¡Agotemos todas nuestras opciones! ¡Mandemos más
emisarios con un ultimátum al emperador! ¡Los Tres Reinos no dejarán que se salgan con la suya!
—Ya
es tarde para eso —dijo Arnust—. Nada
parece que pueda hacer cambiar de idea a Mulkrod. Las negociaciones a estas
alturas no servirán de nada.
—Pero
hay que intentarlo —dijo Rederest.
—Mulkrod
no ha reunido a más de cien mil hombres sólo para negociar —insistió
Arnust—.
Atacará sin dudarlo. Sabe que en Lindium ya no hay fuerza para detener al
Imperio.
—¿Y
qué pretendes que hagamos? —le preguntó el joven Kraus—. ¿Que
seamos nosotros quienes vayamos a detener a Mulkrod?
—Nosotros
no tenemos fuerza para combatir ni al Imperio ni a Zurst—dijo
Arnust—,
pero podemos convencer a los reinos de Lindium estamos a tiempo.
Las miradas de muchos de los
magos de la sala eran de crispación; la mayoría no veían con buenos ojos lo que
se estaba proponiendo allí, sin embargo, otros tantos defendían la propuesta de
la intervención y asentían con la cabeza. El Gran Maestre intervino de nuevo
para decantar la balanza de un lado.
—Puede
que algunos no os guste lo que Arnust está diciendo —dijo
Blanerd—,
pero es lo que debe hacerse. Debemos convencer a los Tres Reinos para que creen
una nueva alianza; luego ya se verá si se negocia o no, pero creo que no habrá
más alternativa que luchar. Mulkrod no nos está dejando otro camino.
—¿Cómo
piensas hacerlos entrar en razón, maestro? —preguntó Llilred, el mago que estaba
sentado al lado de Arnust—. Hasta ahora, el único de los Tres Reinos que se ha comprometido
con Sinarold es Vanion, y por lo que sabemos Hanrod y Landor no tienen interés
en ayudar a Sinarold.
—Tienes
razón. Seguramente Hanrod y Landor no ayudarán voluntariamente a Sinarold —dijo Blanerd—. Los
reyes de los dos reinos han respondido a mis plegarias con evasivas. No
lucharán porque sí contra Sharpast; al menos no de momento.
—¿Entonces
irás a la reunión de Blangord sin esperanzas de lograr unir a los Tres Reinos? —le
preguntó Llilred.
Blanerd se tomó su tiempo
para contestar, tiempo que aprovechó para arreglarse un poco la barba con la
mano.
—Aún
veo una posibilidad de conseguir una alianza entre los Tres Reinos —dijo Blanerd.
—¿Y
cómo podemos lograrlo, maestro? —siguió Llilred.
—Les
daremos esperanza —les dijo Blanerd—. A
veces la esperanza es la mejor arma. —Los magos le miraban
atónitos, sin saber a dónde quería llegar—. Todos conocéis la leyenda de las Cinco Espadas del
rey Sharpast.
Algunos asintieron
interesados, pero la mayoría siguieron mirando al Gran Maestre sin terminar de
comprender sus intenciones. Tras una breve pausa para mirar a los miembros del
consejo Blanerd continuó:
—Pues
bien, sé con seguridad que no es una simple leyenda. Existieron en su día y aún
lo siguen haciendo. Hace pocos años llegó a mí un libro que perteneció a un
descendiente de Sharpast; en él escribió las razones por las que escondió las Espadas y el lugar donde se encuentran
la mayor parte de ellas. El libro está escrito en una antigua lengua perdida de
la que pocos tienen conocimiento. Llevo años intentando descifrarlo y he
descubierto uno de los lugares donde se encuentra una de las Espadas. Mi
intención es que las utilicemos para convencer a Hanrod y Landor para que
luchen contra Sharpast y se unan a Vanion.
Todos los magos
permanecieron en silencio. Lo que Blanerd les acababa de contar les había
dejado perplejos. Arnust no fue menos, no esperaba que el Maestre de la Orden
sacara en medio del concilio un tema tan peliagudo como el de las Cinco
Espadas. Conocía la leyenda como todo el mundo, aunque muchos decían que de
leyenda tenía poco y que las Espadas
existieron realmente, permaneciendo ocultas en lugares recónditos. Al fin, uno
de los magos decidió intervenir rompiendo el incómodo silencio:
—¿Estás
proponiendo que usemos esas espadas contra Sharpast? —le
preguntó a Blanerd.
—Si
con ello logramos convencer a Hanrod y Landor para que luchen contra Sharpast,
pues sí, eso es exactamente lo que estoy proponiendo.
—¿Dónde
se encuentra esa espada extraordinaria de la que dices haber descubierto su
paradero, maestro? —le preguntó Kraus a Blanerd con un tono
que denotaba insolencia.
—Aún
es pronto para revelároslo —le contestó Blanerd—. Cuantos
menos conozcan su paradero será mejor para todos.
—¿Por
qué no podemos saberlo? —preguntó Kraus, intrigado.
—Es
una información que no ha de salir de aquí de ninguna forma —dijo
Blanerd—.
Si Mulkrod descubre su paradero sería nuestra perdición.
—¿Decís
que hay algún traidor en esta sala? —preguntó Kraus, con una leve sonrisa en
la boca.
‹‹¿Con
qué autoridad se atreve a desacreditar al Gran Maestre? —pensó
Arnust—.
Los nuevos miembros del Consejo son cada vez más osados.››
Blanerd no se alteró para
nada y le contestó con toda la tranquilidad del mundo.
—No
he dicho eso ni mucho menos. Sólo digo que no debemos correr riesgos. No creo
que haya traidores entre nosotros, pero aun así, de momento es mejor que nadie
más lo sepa.
Kraus cerró la boca y se
sentó. Si seguía hablando podía meterse en un buen aprieto, al fin y al cabo,
él tenía poco rango dentro del Consejo. Llilred volvió a hablar para secundar
al Gran Maestre en el tema de las Espadas:
—Es
muy posible que si encontramos una de esas espadas los reinos
de Lindium puedan unirse para combatir a Sharpast. Con una de las Espadas de nuestro lado se creerán
invencibles. Creo que podría funcionar. Debemos encontrar esa espada; si es que
las Cinco Espadas existen realmente.
—Existen
—insistió
Blanerd—.
De eso no tengo la menor duda.
—¿Cómo
podemos creer en esa estupidez? —dijo Urmal—. Sólo es una vieja leyenda para asustar
a los niños.
—La
mayor parte de las leyendas están basadas en verdades —dijo
Blanerd—.
Puede que muchos de vosotros no creáis que realmente existan, pero lo cierto es
que el primer emperador de Sharpast forjó cinco espadas con magia oscura, y su
poder desató el periodo más oscuro de la historia de Veranion, hasta el punto
de que no hay casi ningún relato escrito de esa época.
—Tal
vez tengas razón, maestro —le dijo Urmal—, pero
se necesitan pruebas más fehacientes que demuestren su existencia.
—Después
de la reunión con los líderes de Lindium —dijo Blanerd—
organizaré una expedición para encontrar una de las Espadas cuyo paradero conozco. Cuando esa expedición regrese se os
mostrará a todos la espada.
—Maestro,
perdona que insista —dijo Kraus, interviniendo nuevamente—, pero
creo que es necesario que nos informéis sobre el paradero de ese arma; al fin y
al cabo, éste en un consejo de hermanos. No debe haber secretos entre nosotros.
‹‹Maldito
niñato arrogante —pensó
Arnust—.
Acaba de conseguir su vara y ya se cree que puede imponer las cosas a su
antojo. No vas a conseguir que el maestre cambie de opinión.››
Blanerd pareció meditar por
momentos.
—Tienes
razón. No
debe haber secretos entre nosotros; os revelaré la ubicación de la espada, pero
a cambio debo insistir en que esto debe quedar entre nosotros.
La sala permaneció en
silencio. Todos esperaban expectantes a que Blanerd revelara el lugar donde se
hallaba aquella poderosa arma.
—La
espada se encuentra en las
Islas Solitarias, oculta en algún lugar bajo las montañas —dijo
Blanerd—.
Estará escondida y muy bien guardada, por eso no será una misión para
pusilánimes.
Arnust quedó sorprendido al
ver que Blanerd había cedido ante el joven Kraus, sin importarle demasiado
revelar el paradero de la espada,
a pesar del riesgo que podía suponer que tantos magos conocieran el lugar donde
se ocultaba. Lo que no le sorprendió fue saber que una de las Espadas
estuviera en las Islas Solitarias, pues no había sitio mejor para esconderla;
nadie iba a ese lugar. El resto de los presentes, en cambio, parecían entre
asombrados y preocupados.
—¿Las
Islas Solitarias? —preguntó Llilred, sin terminar de
creerse que la espada pudiera
estar realmente allí—. Pero esas islas están malditas, el mal
reina en ellas. Es una tierra muerta y sin rastro de vida.
—El
lugar perfecto para ocultar la espada —dijo Arnust.
—Así
es, por eso debemos ser muy precavidos —dijo Blanerd que, tras meditar unos
segundos, siguió hablando—. Hay algo más que debéis saber sobre
las Espadas, algo que se ha estado ocultando todo este tiempo. Ninguno
de nosotros puede tocarlas, casi nadie puede. Sólo los miembros que llevan la
sangre de Sharpast pueden hacerlo. Cualquiera que intente tocarlas sin ser de
la sangre del primer Emperador morirá, pues hay una terrible maldición en
ellas. Por ese motivo envié a Arnust en busca de un pariente de Sharpast que
estuviera desligado de la familia imperial. Misión de la que acabas de
regresar, ¿verdad, Arnust?
Arnust no supo hasta ese
momento la razón por la cual Blanerd le había mandado a buscar a un hijo
bastardo de un familiar del Emperador, sin embargo, todo comenzaba a cobrar
sentido. Arnust asintió y contestó:
—Así
es, maestro —dijo
Arnust—.
Hace meses encontramos a un hijo bastardo del tío de Mulkrod. Al parecer, a
este pariente del Emperador le gustaba mantener relaciones con campesinas. A
una de ellas la dejó encinta, a la madre del muchacho. Fue una suerte que los
encontráramos; estaban en una aldea cerca de Beglist. Él y su madre huían de la
represión impuesta por el Imperio en Tancor. La madre del muchacho temía que le
quitaran a su hijo o que lo mataran durante la rebelión, por eso se refugiaron
en Sinarold. Convencí a la madre para llevarme al muchacho a Lindium, donde
estaría a salvo de la guerra que se avecina. Ahora el chico se encuentra seguro
en Langard.
—Me
alegro de que lo hayas encontrado pero ¿cuántos años tiene? —le
preguntó Blanerd.
—Tiene
diecisiete años; aún es joven, pero estoy convencido de que nos ayudará —dijo
Arnust—.
No tiene mucho aprecio hacia Sharpast. Su nombre es Maorn.
—Debes
protegerle cueste lo que cueste. Ahora todos nosotros dependemos en gran parte
de él —dijo
Blanerd.
—Así
lo haré, maestro —dijo
Arnust.
—¿Vamos
a depender de un simple muchacho del que decís que es descendiente de Sharpast?
—preguntó
Urmal, molesto—.
¡No! ¡Me niego!
—Te
guste o no así están las cosas; no tenemos a nadie más que pueda tocar las Espadas
—dijo
Blanerd—.
Sólo la familia imperial puede hacerlo, y da la casualidad de que estamos en
bandos contrarios. Arnust, debes partir lo antes posible, y cuando des de nuevo
con el muchacho llévalo a Blangord, allí se producirá la reunión con los reyes
de Lindium; y él deberá asistir.
Arnust asintió.
‹‹Sí,
así es; sin el muchacho no podremos conseguir la espada y sin la espada
no convenceremos a los dos reyes que no quieren luchar, e incluso puede que no
lo logremos a pesar de ello.››
En ese momento, otro de los
magos más jóvenes se puso de pie.
—Maestro,
¿qué ocurrirá si el enemigo decide ir en busca de las Espadas también? ¿Y si logran hacerse con
ellas?
—Me
temo que nadie podría detenerlos —dijo Blanerd, con preocupación.
Se hizo el silencio. Blanerd
dejó de hablar y se sentó en su asiento. El silencio fue interrumpido por la
brusca entrada en la sala de otro mago. El recién llegado se detuvo nada mas
entrar y miró a su alrededor intrigado.
—Lamento
mi tardanza, hermanos —dijo el mago tras una breve inspección—, pero
después de superar desiertos, montañas, ríos, mares e innumerables peligros,
bastante es que haya conseguido llegar el mismo día del concilio.
El mago recién llegado se
rió como si lo que acabara de decir fuera gracioso, cerró la puerta y se
dirigió a su asiento en la mesa conciliar.
—No
te esperábamos, Glarend, después de tantos años ausente, pero tu llegada es
oportuna —dijo
Blanerd, sin mostrar sorpresa—. Toma asiento, hermano.
Glarend era un mago de rudo
y hosco aspecto, mediana estatura y barba canosa; su rostro denotaba cansancio;
llevaba una capa de color gris desgastada por los bordes y manchada de polvo y
barro. Una vez sentado en uno de los pocos asientos que estaban vacíos, Blanerd
volvió a dirigirse al recién llegado:
—¿Qué
nuevas hay en el este? Tras tres largos años en Sharpast tendrás algunas cosas
que contarnos.
Glarend se puso serio y
comenzó a hablar:
—Al
principio no me fue fácil infiltrarme en la Orden de Zurst, pero tras varios
meses vagabundeando por Sharta me gané la confianza de algunos hechiceros. Su
orden está mucho mejor organizada que la nuestra; son mucho más numerosos y
disponen de algunos hechizos terribles con los que muchos de nosotros no
podemos ni siquiera soñar, pero eso no es lo peor. El ejército de Sharpast es
de proporciones gigantescas y... bueno... supongo que esto ya lo sabréis, pero
os lo diré de todas formas. Mulkrod se está preparando para la guerra. Su
ejército ya marcha hacia Sinarold. La guerra es inevitable.
—De
eso mismo estábamos hablando ahora, hermano —le dijo Blanerd.
—¡Ah...
bien! Bueno, hay... hay otra cosa que deberíais saber; algo que puede que no
creáis, pero... es muy posible que el nuevo emperador tenga en su poder una de
las Cinco Espadas. Al parecer no son una mera leyenda. Existen.
—También
hablábamos de eso hasta que llegaste —le dijo Blanerd—, aunque
no sabíamos que Mulkrod poseyera una. Hemos decidido encontrar unas de las Cinco
Espadas. Ya te lo contaré todo más detalladamente cuando terminemos.
‹‹Y
también te contará él a ti, con más detalle, todo lo que ha averiguado en su
larga estancia en tierras imperiales, pero nosotros no nos enteraremos.››
Glarend asintió, pero no
dijo nada más.
—Malas
noticias las que nos trae nuestro hermano, aunque al conocerlas ya en parte
estábamos preparados para escucharlas —dijo Blanerd—. Ahora
tenemos que prepararnos para una de las pruebas más difíciles de nuestras
vidas. Nuestra orden nunca ha vivido una crisis semejante desde hace siglos. —Blanerd
observó los rostros de sus hermanos. Veía el miedo en los ojos de muchos ellos.
El espíritu de lucha era casi inexistente—. Doy por finalizado el concilio. Podéis
retiraros.
Dichas esas últimas
palabras, todos los asistentes empezaron a levantarse de sus asientos mientras
charlaban unos con otros sobre lo que se había hablado en el concilio. Muchos
estaban sorprendidos y confusos por la decisión de Blanerd; no era lo que
esperaban, pero abandonaron la sala ordenadamente. Arnust se quedó unos
momentos esperando en su asiento a que los demás salieran. Tenía que hablar con
Blanerd. Pronto quedaron los dos solos en la sala.
—Creo
que has tomado la decisión correcta —le dijo Arnust—.
Lamento que la mayoría de nuestros colegas no opinen lo mismo.
—¡Corruptos!
—vociferó
Blanerd, desahogándose—. ¡Son todos unos ineptos y unos
corruptos! ¡Si no fuera porque todavía no han tenido oportunidad, diría que el
Emperador ha comprado a muchos de ellos! ¡Todos estos años al servicio de la
magia les han acomodado demasiado! ¡Ahora sólo temen perder sus poderes!
¡Tienen miedo!
Blanerd se calló y se
tranquilizó un poco antes de continuar hablando; había expulsado ya toda la
furia reprimida durante la sesión del concilio.
—Las
viejas tradiciones han desaparecido —continuó—. Nuestra orden está en decadencia, bien
lo sabes. Pero tú siempre has demostrado ser fiel, y siempre estás dispuesto a
cumplir con tu deber. Eres un gran mago, Arnust, uno de los pocos que le quedan
a la Orden. Sé que aceptarás emprender el viaje a las Islas Solitarias con el
bastardo de Sharpast, ¿cómo... cómo se llamaba? Ma... Mar...
—Maorn
—le
corrigió Arnust.
—Eso
es, Maorn. Él conseguirá la espada y la traerá hasta nosotros, y tú le
ayudarás.
—Lo
haré.
—Bien.
Llévate contigo a tu aprendiz, tal vez lo necesites.
Arnust asintió. Sabía que
Halon no aceptaría el hecho de no ir con él en busca de esa espada; además, su
joven aprendiz tenía potencial, lo demostraba día a día y nunca sabía cuándo
podría necesitarle.
‹‹Un
aprendiz no ha de separarse de su maestro hasta que esté preparado.››
—¿Por
qué no me lo dijiste? —le preguntó Arnust—. ¿Por
qué no me dijiste antes lo de las
Cinco Espadas? Fui a buscar al bastardo del hermano de Methren sin
saber para qué lo necesitábamos.
—Te
dirigías hacia el noreste, hacia Sinarold. La guerra podía estallar en
cualquier momento y podías caer en manos del Imperio o de la Orden de Zurst. No
podía permitir que te sacaran la información si caías en sus manos. ¿Lo
entiendes? —Blanerd
no esperó a que Arnust le contestara y continuó—. Es demasiado importante. Por suerte,
regresaste sin problemas. Ahora el bastardo está a salvo en Lindium. Su sangre
es la clave.
Arnust asintió. Comprendía
cuál era su papel en el asunto.
—La
sangre de Sharpast —dijo—. Todo se limita a eso. Nadie que no
lleve la sangre del primer emperador puede tocar las Espadas.
—Exacto.
Tenlo muy en cuenta.
Arnust se olvidó de las Espadas
y de su misión por momentos y recordó el instante en el que Glarend entró en la
sala conciliar cuando la reunión terminaba. Tenía dudas sobre él.
—¿Y
qué pasa con Glarend? Después de todos estos años fuera regresa justo ahora,
cuando le dábamos ya por muerto. No sé si fiarme de él.
—Recuerda
que es mi hermano de sangre —dijo Blanerd—. Jamás
me traicionaría.
‹‹Medio
hermano —quiso
corregirle Arnust, pero no dijo nada.››
—Ha
vuelto justo cuando más le necesitamos —continuó Blanerd—. Aún
tiene muchas cosas que contarnos. Hablaré con él, pero el Consejo no tiene
porque conocer al detalle lo que ha visto y hecho. Bueno, márcharte ya; tienes
que estar en la reunión de Blangord a tiempo con el chico. Nos veremos allí.
¡Ah, se me olvidaba! Toma este libro; en él hay escrito todo lo que tienes que
saber del lugar donde se encuentra la espada.
Eso es todo por el momento, ya hablaremos en Blangord.
Tras esas palabras, con el
libro ya en sus manos, Arnust salió con presteza de la sala; tenía mucho que
hacer y muy poco tiempo para llevarlo a cabo. De camino se encontró con Halon
que, tras despedirse de su amigo Menief y, al ver que Arnust no salía con los
demás magos, había ido a buscarle.
—¿Están
listos los caballos y las provisiones? —le preguntó Arnust.
—Sí,
están en los establos, pero ¿qué ha pasado dentro? —le
preguntó su aprendiz con curiosidad.
—Te
lo contaré por el camino, ahora no hay tiempo. Tenemos que llevar a Maorn a
Blangord antes de que se reúnan los reyes de Lindium.
Ambos bajaron las escaleras
que llevaban al rellano y se dirigieron a los establos. Cuando se subieron a
los caballos, sin más demora, salieron galopando hacia el norte, a la ciudad de
Langard, en la costa norte del Reino de Hanrod. Pronto asistirían a la importante
reunión de los líderes de Lindium en Blangord, pero antes tenían que buscar al
joven llamado Maorn. Muchas cosas se iban a decidir en esa reunión y aquel
muchacho debía estar presente.
‹‹El
destino de Lindium puede depender de que Maorn asista a esa reunión.››